domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 9)


—Un loco se escapó de un manicomio —relata Anacleto mientras Marcelino descorcha la botella—. En su deambular sin rumbo entró en un local. Se celebraba allí un concurso de catadores de vino...
—¿Y tu hermana? —grita Justo cuando el corcho hace plop—. Ese chiste es muy viejo, tanto como tu bigote amarillento. Mejor prueba este vino.
—¡Salú! —gruñe Anacleto aprovechando la invitación y empina el codo. El caldo rojo espeso hace su magia y el hombre sonríe complacido. Entonces cae de bruces sobre la mesa de canapés, partiéndola por la mitad con toda su corpulencia en caída libre.Sus amigos, dos robustos comensales que se conocen desde la primaria hace casi sesenta años, se quedan como estatuas mientras su amigo cae en cámara lenta. Ninguno tiene la vitalidad ni los reflejos como para evitarlo. Anacleto cae y esos canapés no podrán ser rescatados del piso en esa habitación pobremente iluminada.—¿Se murió? —pregunta Justo, observando a su compadre Marcelino que busca el pulso al caído.—Parece que sí —Marcelino se persigna y regresa con Justo, que acaba de llenar su copa con el mismo vino que bebiera Anacleto. Extiende su copa para recibir el elixir, observando con inquietud las piernas robustas del ensamble incógnito.—Supongamos que fue este juguito de uva el que lo mató —dice Justo dándose palmadas en la barriga de tambor—. O trae cianuro o es el mejor vino que probó en su vida.—O le reventó un aneurisma —agrega Marcelino—. Pero prefiero creer que le dio un orgasmo espontáneo. ¿Qué sabemos de este vino?—Nada. Tanto la botella como el corcho carecen de marcas distinguibles. Sólo sabemos lo que nos dijo Anacleto, que la encontró en el sótano de su casa que lleva clausurado bastantes décadas desde el último aluvión. Cómo llegó allí, ni idea.
Se miran y arrugan la frente.
—Tengo una hija que pronto me dará otro nieto —dice Marcelino—. Mañana me pago en la caja de compensación. La vieja me va a preparar un estofado de conejo el próximo martes.
—Le debo plata a medio mundo y si me pasa algo —agrega Justo—, mis hijos tendrán que cargar con la deuda.
Las arrugas en sus frentes forman montículos que podrían convertirse en cordilleras si las siguen forzando. Levantan sus copas y huelen su contenido con sospecha. Las arrugas desaparecen con un suspiro.
—Qué diablos —dicen a coro—. ¡Salú!

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