domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 29)


Un loco se ha escapado de un manicomio. En su deambular sin rumbo entra en un local. Se celebra allí un concurso de catadores de vino. El público llegaba, atraído por la cata prosaica de vinos y canapés gratuitos.
Comían y bebían, sobremanera el hombre del que más tarde todos conocerían su perturbación en busca y captura. Apareció de golpe, como un animal escapado del zoo, tan enorme y desorientado que recordaba al orangután de la calle Morgue. Pese al tamaño y lo desastrado de su aspecto, al principio nadie reparó en él. Después, un rumor creciente advirtió del desacato. Sin afeitar ni apariencia de contacto con el agua en bastante tiempo, vistiendo una vieja chaqueta de punto sobre una especie de pijama y calzando en chancleta aquellas zapatillas de invierno, era evidente lo fuera de lugar de su mole estrafalaria. Parecía recién levantado de un colchón abandonado tras una maratón de borracheras y resacas. Ocupó una mesa del fondo y empezó a beber y a llamar la atención. Sin embargo, nadie se atrevía a llamarle la atención a él; amedrentaba, un sujeto de su tamaño y catadura. Nadie lo había visto nunca y ahora todos lo miraban de reojo. El extraño rechazaba presentarse, pero no los canapés ni mucho menos el vino. En poco tiempo, liquidó la primera bandeja y la primera botella de crianza. La gente cuchicheaba y se apartaba de aquella indeseada y desaseada presencia. Los camareros no tenían el olfato de los catavinos, pero rehuían también tan poco grato olor. Mientras esperaban instrucciones, optaron por tirar por la calle de en medio, dejando bien provista de vino y canapés la mesa del pestilente individuo. Los catadores, aparte sobre un estrado, se disponían a exhibir sus sentidos.
Doña Matilde de Olivenza, viuda de Don Nicanor Olivenza, aristócrata y prohombre local, observaba con una mezcla de atención y nerviosismo. Era la continuadora de la tradicional cata de vinos instituida años ha por su difunto marido y por nada del mundo querría que algo diese en perturbar el acto. Sería tanto como perturbar el eterno descanso de D. Nicanor, tan amante en vida del vino como del decoro. Dª Matilde era algo asustadiza y no le quitaba ojo al intruso, quien a su vez miraba con ojos desorbitados y atentos, una combinación que aumentaba la inquietud a su alrededor. Se había colado sin invitación, sin identidad y sin higiene en el evento, en la memoria misma de su Nicanor, que en paz descansase. La buena señora era también algo fantasiosa y temblaba con la idea de algún tipo de sabotaje que ridiculizase a los catadores y desprestigiase la cata, manchando a título póstumo la impoluta imagen de su marido. Discreto, el sumiller le propuso avisar a la policía local para la identificación y desalojo del hediondo personaje. Pero, y pese a temer alguna filtración también en el vino que provocase su abrupta escupidura y salpicadura a la memoria de su marido, la buena señora prefirió aguardar en aras del protocolo. Por el momento, el advenedizo no se movía; tampoco hablaba; parecía darse por satisfecho con el vino y los canapés.
Lejos del oloroso fondo, los catavinos desplegaban ya su ritual, inclinando la copa el ángulo justo para apreciar las tonalidades del caldo, respirar su aroma, agitarlo con precisión antes de probarlo y desglosar su pedigrí.
No fue hasta el momento de verlos desechar el vino en las escupideras cuando todo se resquebrajó en la sala. La voz del gigante prorrumpió como un alud.
-Si para apreciar este vino tenéis que estudiar, es que no sois muy listos. Y si encima lo escupís, es que estáis más locos que yo.
Durante un tiempo se congeló el silencio. Luego el sumiller marcó el 092.

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