domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 17)


“Un loco se ha escapado de un manicomio” era la noticia que repetían en la radio. Se le puede distinguir por una mancha roja en forma de estrella de cinco puntas sobre el hombro izquierdo. Mi mujer estaba asustada y mi suegra se acurrucaba junto al fuego intentando no parecer nerviosa y solo dedicarse a sus labores de costura. Mantengan la casa cerrada, mientras esté sobrio no ofrece peligro, pero si toma una copa de vino puede resultar muy peligroso. Mi mujer me pidió que pusiera trancas detrás de la puerta y ajustara las ventanas, pero aún era muy temprano para encerrarnos entre las cuatro paredes, en la radio habían dejado de poner música, lo único que hacían era repetir la misma noticia. Así que decidí ajustar las ventanas, buscar un par de trancas en el sótano, e irme al bar por una botella de vino para aliviar el peso de la noche. Ellas me pidieron que no saliera, pero me rehusé, no estaba dispuesto a pasar otra noche aburrida. Por supuesto, todo hubiera sido distinto si les hubiera prestado atención, no podía imaginar que el loco, en su deambular sin rumbo, entraría en el bar.
Cuando llegué todas las mesas estaban ocupadas, me senté en la barra y pedí mi botella. En ese momento dieron la voz que anunciaba el comienzo del concurso de catadores de vino. El dueño del local se subió encima de una de las mesas y anunció los premios: Primer premio-dijo-: 380 euros. El brillo en los ojos de todos fue como un destello colectivo y a la vez secreto. –Segundo Premio: tres noches en el hotel Torremilanos en Ribera de Duero-. Ese es perfecto, pensé, serían tres noches sin mirarle la cara a mi suegra y disfrutando de una segunda Luna de Miel, que buena falta me hace. –Tercer Premio: un lote de productos de esta bodega, Williams & Humbert-. Ese tampoco estaba mal, con ese lote me ahorraría una buena suma.
-¿Quiénes van a participar?- gritó el dueño. Yo levanté la mano de forma inmediata, como lo hicieron todos los hombres a mi alrededor e incluso el loco, que en ese preciso momento entraba por la puerta.
En casa mi mujer y mi suegra se debieron haber puesto nerviosas porque el concurso duró más de la cuenta, después de dos horas solo quedábamos cuatro concursantes: un viejo que poseía una viña en la parte sur del pueblo, un señorito de Madrid que vestía de blanco y llevaba un sombrero muy elegante atado con una cinta negra, el loco que había catado más de la cuenta, se había bebido en total más de tres botellas y para la ronda final se había quitado la camisa, mostrando su enorme estrella roja en el hombro izquierdo, como si se tratara del tatuaje de un guerrero. En el bar nadie estaba enterado porque nunca encendían la radio. Siempre preferían la victrola con los mismos tangos y boleros de todas las noches. Yo traté de advertirle al dueño del local sobre el peligro que representaba aquel hombre, pero no me hizo caso y amenazó con expulsarme de la competición si no me sabía comportar.
Comenzamos la última ronda y cuando le tocó el turno al loco sus hombros se hincharon, la estrella pareció cobrar vida y mientras reía a carcajadas todos empezaron a caer, como árboles cortados de un solo golpe, sobre el suelo del bar. Solo quedamos en pie los últimos concursantes y el dueño del local. El loco tomó la estrella roja, con dos movimientos un poco confusos la convirtió en una daga y blandiéndola nos obligó a pegarnos a la pared. El dueño le ofreció los 380 euros, pero él pidió además la reservación del hotel, tomó la cesta con el lote y salió corriendo hacia la calle.
Trabajo nos costó recuperarnos del susto. Los hombres en el local se levantaron de uno en uno, el dueño dijo que iba a cerrar. Cuando llegué a casa mi mujer me reprendió, además de mi tardanza, con el alboroto había olvidado la botella de vino encima de la barra en el bar.

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