domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 27)


Un loco se ha escapado de un manicomio. En su deambular sin rumbo entra en un local. Se celebra allí un concurso de catadores de vino, organizado por La Tertulia Nocturna. Mira las mesas, nadie ha notado su presencia, pues la persona que está hablando al frente se roba toda la atención. En una silla hay un abrigo, lo toma y se lo pone. “Me veo mejor para la ocasión”, se dice a sí mismo cuando ve su reflejo en uno de las ventanas.
Camina tranquilamente entre los participantes, los saluda cortésmente y hace pequeñas reverencias con su cabeza, sintiéndose en una obra de teatro sobre la nobleza inglesa. Se sienta en una de las sillas vacías y comienza a escuchar lo que dice esa persona que está parada allí, en la tarima.
“Damos comienzo al V Concurso de Cata de Vinos de La Tertulia Nocturna. En este momento van a servir el vino y ustedes deberán adivinar el país, la denominación de origen, las variedades de uva, la añada, el elaborador y la marca de siete vinos diferentes”, dice el anfitrión, pero sus palabras son nulas en la mente de “L”, de loco, pues en lo único que piensa es cómo un vozarrón tan grandioso hace parte de alguien tan insignificante como ese hombrecillo.
Un hombre vestido de negro se acerca y le sirve un vino tinto en una de las siete copas que adornan su puesto. Lo huele, siente como ese olor dulzón llega hasta su estomago y aparece esa necesidad de tomarlo, despacio, muy despacio. Recuerdos, aparece el recuerdo de un viejo amor y de sus ojos nacen pequeñas lágrimas, que mueren al final de sus mejillas. Toma aire, se para y levanta su copa, diciendo: “España, ahora cualquier hombre con su corazón roto diría que es culpa tuya por sonar a mujer y juraría que no podría ahogar sus penas en el vino que corre por tus venas, por ser un atroz veneno para su alma”.
Se vuelve a sentar. Los demás participantes lo miran como si fuera un loco, lo irónico es que sí lo es. Llega de nuevo el hombre vestido de negro y sirve la segunda copa. La huele, la saborea y siente ese nudo en la garganta que se forma cuando se ha perdido un amor. “Argentina, llegas bruscamente, sin preguntar, y destruyes la tranquilidad que albergaba en los pensamientos. Ya inquietos, no concilian el sueño, sueño que alimentabas con tus brisas de tango y sabor a Palermo”.
Los asistentes lo miran desconcertados. Algunos sonríen, otros mueven su cabeza con desaprobación. Llega de nuevo el hombre vestido de negro y sirve la tercera copa. Cuando se prepara para oler el vino, dos manos atrapan las suyas, haciendo que la copa se le escape de sus dedos. Todas las personas voltean a mirar. Ven a dos enfermeros levantando al hombre de abrigo, camisa y pantalones blancos y sin zapatos.
De la multitud aparece una voz delicada. “Déjenlo terminar” y a estas palabras se les suman otras que piden lo mismo. Los enfermeros se encojen de hombros y dejan en libertad a “L”, de loco. El hombre vestido de negro le entrega una copa de vino. Él la huele, cierra sus ojos y sonríe, como un enamorado al frente de su amada. “Italia, tus cafés cargados de recuerdos, llenos de tomadas de mano a escondidas, de besos robados y tiernas caricias, se desvanecen en la memoria como tristes velas encendidas que se niegan a admitir la ineludible realidad”.
La dueña de esa vocecita se levanta y comienza a aplaudir. Uno por uno de los invitados se deja contagiar por ella, “L” hace una venía y sale sonriendo del local, pues qué culpa tiene él de estar loco de amor.

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