domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 11)


Un loco se ha escapado de un manicomio. En su deambular sin rumbo, entra en un local. Se celebra allí un concurso de catadores de vino. Asombrado ante la reunión, por la presencia de un grupo, a su juicio, (¿juicio?) selecto de señores, su primera reacción fue la de observar las intervenciones. Representaban diversos lugares de Europa. Uno a uno, los contrincantes fueron libando y exponiendo sus opiniones. La labor del jurado sería difícil.
Se acercaba el final. Todo hacía parecer que el ganador sería un italiano que explicó todas las bondades de un vino llamado ES. Pero en el preciso momento en que el juez mayor pidió silencio, para dar a conocer el veredicto, el loco lo interrumpió abruptamente: Un momento... quiero hablarle a ese dizque ganador. Éste, que se jactaba de tener una memoria elefantesca, volvió su rostro hacia el loco y se dio cuenta de que nunca lo había conocido. Pensando que todo pasaría, pidió que continuasen. Pero el loco insistió.

--Yo te conozco. ¿Por qué tú demuestras lo contrario? En una oportunidad como ésta, presente también el vino que hoy defiendes, habías hablado de las bondades de los blancos verdejos de Rueda, de los caldos de Puerto Lápice y El Toboso, de la Sangre de Ronda malagueña, de las denominaciones de origen catalanas... De las cremas de Alba... Y me habías convencido. Porque tú sabes que yo también, como tú, soy catador. Juntos estuvimos en salas de cata como las de Florencia, La Rioja, Besançon.
Algunos jueces, otros veedores, bebedores y oidores, pidieron al jurado que detuvieran al loco (¿loco?), pero hizo caso omiso. Se había impresionado con aquellas palabras... Entonces, el loco continuó.

--Es cierto lo que has dicho sobre los catadores. Deben desarrollar la vista, el olfato y, fundamentalmente, el gusto. Pero olvidaste algo: el público, el proceso y la historia. Muy importante... la historia. Cuando hablas de un vino de Gormaz, debes hacer alusión al Cid Campeador. Si hablas del Hilo de Ariadna, no puedes olvidar la magia que condujo a Teseo, fuera del laberinto. Si hablas de La Mancha... cómo olvidar al ingenioso hidalgo... Y en tu mismo vino... olvidaste la leyenda del viejo sacerdote alemán que, cansado del vino de consagrar, se dedicó a probar otros, hasta consagrarse él como conocedor y bebedor. En su viaje a Roma, mandó a un criado ya educado en el arte, para que fuese catando los vinos del lugar, hasta llegar a Montefiascone. ¿Por qué no hablas de estas cosas? ¿Por qué olvidaste el proceso? Hubieras aclarado, porque lo sabes, sobre esa alquimia que transforma el azúcar en alcohol, sobre los tiempos de permanencia, la madera y los sacaromicetos como aliados importantes. Sobre la magia de las conchas de la uva, cediendo sus colorantes y quedando como objeto de extracciones menores que se presentarán bajo la forma de orujo, grappa, morgadiña o pisco chileno. ¿Y el público? Cuando éramos catadores, en Mérida, pedíamos que el público expresase su opinión sobre la calidad y las características de los vinos evaluados. Claro, no era fundamental, pero ayudaba, porque los usuarios, a veces, se rebelan contra nuestras palabras y pueden disminuir las ventas.
Si yo estuviera en este jurado, no te premiaría, por embustero o por inconstante. Los buenos catadores, cuando cambian de preferencia, deben justificarlas con alusiones a las anteriores. Así, la gente sabrá que la dialéctica de la vida es la explicación de tales cambios. ¿Pero, por qué volteas la cara? Nos conocemos muy bien. ¿Lo has olvidado? Bueno, te refrescaré la memoria. En las salas de cata, tú eras Fanticelli o Mollo. Yo era Dubourdieu o Álvaro Palacios. ¿Todavía no te viene? Seré más explícito. Tú eras mi compañero de celda en el manicomio de San Luis Gonzaga, allá en Mérida.

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