domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 34)


Un loco se ha escapado de un manicomio. En su deambular sin rumbo entra en un local. Se celebra allí un concurso de catadores de vino.
Era cerca del mediodía de un martes trece. Los participantes estaban de pie, en pequeños grupitos que apenas alzaban la voz y que se disolvieron en el mismo instante que una voz aflautada anunció por los altavoces: «Se ruega a todos los participantes en la cata que ocupen sus asientos.»
Todos los catadores fueron sentándose en cómodas sillas, frente a mesitas individuales sobre cada una de las cuales reposaban una botella de vino sin etiqueta, una copa afnor o catavino, un bollito de pan, un cuadernillo y un bolígrafo. El loco, que no había bebido líquido alguno desde que, de madrugada, se escapara del manicomio, miraba expectante a aquella extraña gente desde un rincón de la estancia. «No hay duda de que aquí va a celebrarse una parranda, y yo no pienso perdérmela –dijo para sí. » Al cabo de un rato, se percató de que la última de las sillas, de las allí colocadas por la organización para los participantes en el concurso de cata, no había sido ocupada, por lo que, ni corto ni perezoso, se encaminó hacia ella y se sentó como si se tratase de un concursante más.
La voz de antes volvió a sonar por los altavoces: «Ahora se procederá a serviles a cada uno de ustedes el único caldo que tenemos preparado. Una vez catado, escribirán en el cuadernillo las características peculiares que ustedes crean que posee el vino en cuestión; ya saben: color, olor, sabor... Tengan presente que podrán repetir la cata si lo creen conveniente, para lo que también disponen de un bollito de pan. Por otra parte, recordarles que a la derecha de cada una de las mesas se encuentra una escupidera. Les rogamos que permanezcan en silencio mientras dure el concurso. Gracias y suerte.»
Un hombre rollizo, trajeado a la manera de los mayordomos de antaño, con guantes inmaculadamente blancos, se acercó hasta la primera de las mesas y, con parsimonioso ademán, sacó un sacacorchos plateado del bolsillo. Luego cogió la botella y, después de abrirla, echó un culín de vino en la copa del primer concursante. Este gesto lo repitió con todos los participantes en la cata.
El loco miraba con perplejidad la mísera medida de caldo que les había servido el tipo del frac, y estuvo en un tris de coger la botella y salir pitando del local. «Quién, en su sano juicio, no protestaría airadamente viendo servirle tan escasísima cantidad de vino -pensó-. Sin ninguna duda, me hallo en otra casa de locos; aunque he de reconocer que ésta es mil veces más rácana que la otra de donde me he fugado.»
El loco miraba extrañado cómo todos sus compañeros de parranda cogían la copa de vino y, sin quitar la vista de ella, la elevaban y comenzaban a moverla con suaves movimientos circulares de su mano, lo que hacía que el escaso vino se moviese en el cristal al ritmo del baile de San Vito. También le extrañó que, minutos después, todos ellos dejasen de mover sus copas para, acto seguido, intentar meter sus napias dentro de la copa. Y lo que acabó de sacarle de quicio, fue cuando aquellos individuos bebieron el vino a pequeños sorbos y, tras hacer gestos raros con la boca, lo arrojasen a la escupidera.
Poco después, el loco, que viendo todo aquello perdió la poca razón que aun le quedaba, cogió el bollito de pan y la botella de vino, y se marchó de allí.
-Mira que hay gente loca por el mundo –reconoció, mientras bebía un generoso sorbo de vino de la botella y se encaminaba hacia el manicomio.

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