domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 13)


Un loco se ha escapado de un manicomio. En su deambular sin rumbo entra en un local. Se celebra allí un concurso de catadores de vino. Los participantes, altos y serenos como un chopo, abren un círculo enorme y rodean al chiflado; un hombre menudo, chaparrete y grueso como un seto.
- “Sepan vuestras mercedes – grita el majareta- que he venido a vengar a mi señor”.Y dicho esto abrió la alforja que llevaba.
Los catadores se quedaron quietos, temerosos de que el pequeño trastornado sacara de aquella bolsa un cuchillo con el que tajarles la cabeza cercén a cercén como si fuera un nabo. En cambio, el demente fue de aquí para allá, tocándolo todo con manos tan gruesas como sucias y no sacó un cuchillo, sino un catavinos hermoso. Primero, llenó una copa y, tras inclinarla cuarenta y cinco grados, contempló uno de los caldos a concurso. Un hermoso tinto color cereza granate con ribete rubí, que después se acercó a la nariz con una elegancia que nadie hubiera supuesto. Estupefactos, los demás le oyeron hablar en voz baja de un aroma primario y le vieron degustarlo con exquisitez, apreciando sus matices dulces con la punta de la lengua. Por último, carraspeó ligeramente y alzó la voz para decir que era el mejor, que no había vino igual, tan sabroso y elegante, con tales recuerdos de fruta, incienso, cacao y repostería, y que, por lo tanto, se daba la cata por concluida y declarado ese vino vencedor del certamen. “Tiene las cualidades suficientes para ello – aclaró - , pero sepan también que es el vino que produce mi familia, con uva tempranilla y extremo afán. De su venta comemos muchas bocas. Así que ha de ganar, si no en justicia, sí al menos en necesidad”.
En ese momento, uno de los hombres altos y serenos dio un paso al frente y dijo:
- “¿Quién se ha creído usted que es y dónde se ha creído que está? Se halla en un lugar serio y honrado que no admite cambalaches, ni aún concurriendo, como parece ser el caso, el atenuante de la enajenación”.
El perturbado metió de nuevo sus manos en la alforja y esta vez sí, sacó un cuchillo jamonero.
- Tente, ladrón, malandrín, follón, que no te ha de valer tu cimitarra. Tú eres el gigante del que me habló mi señor, tú el enemigo de la princesa Micomicona que ha de ver su cabeza rodar de tal manera que los testigos de este acontecimiento confundirán la sangre con el vino. Y viceversa”.
Antes de que el chalado la emprendiera a cuchilladas con el catador al que tomaba por gigante y con los objetos, como copas, cueros, botellas y barricas, a los que tomaba exactamente por lo que eran, llegó la ambulancia. Dos hombres lo redujeron a la fuerza, aunque con el cariño de quienes lo habían tenido que hacer en más de una ocasión.
- “Vamos Sancho, tranquilízate. Nosotros somos el jurado y proclamamos vencedor al vino que tú digas”. Luego, en un guiño cómplice, se volvieron hacia los catadores y les susurraron que el pobre llevaba así, ido, desde el día en que murió su amo y señor.
Pero Sancho, que era fino de oído, les oyó y se fue gritando: “¡Mentirosos! ¡No ha muerto, Don Quijote vivirá para siempre!”.

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