domingo, 29 de noviembre de 2009

La cata del loco (versión 18)


Un loco se había escapado de un manicomio. En su deambular sin rumbo entra en un local. Se celebra allí una concurso de catadores de vino y se puso a husmear por el salón, a lo largo del cual se extendían en mesas los diferentes caldos y algunas suculencias para acompañar.
El bufé estaba compuesto de emparedados, canapés de salmón y otras exquisiteces por el estilo. Observó los vinos golosamente. En concreto, un buen vino de Rioja, al que se había aficionado cuando fue a vivir a Bilbo para obtener su título de experto en castellano hasta que su mente dejó de recordar. Los buenos caldos pululaban de copa en copa y de mano en mano, pero la que sujetaba el loco con fruición no se movía más que para volverse a llenar. Había vaciado ya unas cuantas cuando la verdad se le iba revelando como el rayito de luz que caía mientras paladeaba, no demasiado, las gotas últimas de cada cata. En ese momento su interés se centró en el etiquetado de las botellas. Observó la añada de cada vino. Leyó:
V.A. Tinto. Crianza 2003.
Un poquito flojo, observó tras probarlo. A ver éste,
P. Rioja D.O. Reserva 2001. 100% Tempranillo. Alcohol 14,5% Volumen.
Tocado este punto se sobresaltó ligeramente. No suponía que una graduación tan elevada le hiciera sentirse tan liviano. Tal vez, dedujo, por eso mismo me siento flotar. Siguió leyendo. Una de las botellas reclamó su atención, tenía una pátina que figuraba su envejecimiento.
F. Rioja Gran Reserva 1982... Una de las mejores añadas, sin duda.
El cúmulo de la excelencia, dijo con los labios húmedos e intentó rellenarse la copa, pero el contenido de la botella se había evaporado. Buscó una nueva con que recrearse el paladar y en ese momento chocó con otra mano que la inclinaba para servirse.
Tanto correr para llegar al mismo sitio. Aquí habría que gritar ¡sírvase el que pueda! Dijo él mismo jaleado por su propia ocurrencia.
En cuento quedó libre, con rapacidad cogió la botella del gollete y se llenó la copa sin dar ocasión al siguiente invitado.
Es que el buen vino gusta a casi todos, en especial a los políticos, porque la verdad está en el vino y así, a secas, no hay quien la trague. Arrastraba un poco las palabras al hablar, pero el hombre que esperaba parecía o prefería no entenderle. Se limitaba a sonreír.
¿Y usted, quién es, buen caballero? Venga, tome una copa, sin miedo.
Siguió su periplo como catador. Los vinos blancos le resultaban menos atractivos, con excepción de los de Jerez y los champañas, que formaban como soldaditos barrigones a lo largo de las mesas. Tras engullir varias copas, su exaltada aprobación fue a parar a un amontillado, aunque nadie parecía reparar en sus palabras. Él, por el contrario, sentía el ánimo perfecto, sobrio, lo que contrastaba observando de cerca su falta de verticalidad. En pleno momento extático, su intervención fue requerida porque el concurso iba a dar comienzo. Le hicieron pasar al salón contiguo y le mostraron el lugar donde debía empezar la cata. Lo único que acertó a decir el loco, con toda razón por otra parte, fue:
Disculpen, ¿esto no se puede hacer sentado?

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